Pluma creativa

La loca Domitila, por César Aramís

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Lady Desidia

A la gente de Macondo, de quienes aprendí bastante

Decían que Domitila Jiménez se había vuelto loca tras haber matado a su hermano, pero eso eran cuentos de pueblo. Había algunos que torcían más la historia —o la enderezaban, según la postura que tuvieran— y decían que a Pepito Jiménez, hermano de Domitila, lo había matado el mismísimo Don José Miguel Jiménez, el padre de ambos, porque y que los había encontrado juntos y sin ropa en la misma cama; pero esos también eran cuentos de camino. Lo único cierto eran las tumbas de Pepito y de Don José Miguel, una al lado de la otra, y que a la loca Domitila solo se la veía por esos lados del pueblo el día de San Juan, el día en que habían muerto los dos, para llevarles flores. Mientras el pueblo se desvivía en tambores, ella lloraba el desastre de su familia.

Nadie en el pueblo estaba seguro de cómo había muerto Don José Miguel Jiménez. Los que manejaban la versión de que había asesinado a su propio hijo, también conjeturaban que se había quitado la vida después de entender lo que había hecho. Otros, muchos de los que consideraban que Domitila era la verdadera homicida de su hermano, pensaban que la loca, dentro de su hambre de muerte, había envenenado al viejo con tal precisión que logró que muriera el mismo día que Pepito, aunque en un año diferente. Incluso se atrevían a decir que en ese día, el día de San Juan, la misteriosa mujer tenía pautado un ritual pagano que se alimentaba con la sangre de los hombres de su familia; pero eso eran cuentos para espantar a los muchachos de los predios —ahora abandonados y descuidados— de la finca de los Jiménez. Lo único cierto es que nadie había visto velorio ni entierro de ninguno de los dos. Por eso es que más de uno, pero eso era puro chisme de mercado, decía que esas tumbas estaban vacías, que la loca Domitila era una mujer parida de la tierra, que no tenía padre ni madre, mucho menos hermano, y por eso hacía cosas de bruja.[1]

Había otros, la mayoría, que decían que Domitila no era bruja, sino lerda. Que por eso cojeaba de la pierna derecha, que por eso tenía esa sonrisa empalagosa y desprovista de unos cuantos dientes, que por eso miraba de medio lado y con los ojos vidriosos como si no entendiera nada. Las habladurías llegaban a afirmar que tal vez su mamá, a quien nadie jamás conoció, era hermana de Don José Miguel y por eso Domitila era así. Y por eso, porque esa sinvergüenzura se heredaba, la loca había buscado de encamarse con Pepito Jiménez, el hermano. Pero, de nuevo, puro chisme.

Lo único cierto es que la loca Domitila nunca había engendrado. Por eso, cuando la tarde empezaba a perder terreno frente a la noche, la loca salía de la finca y se iba caminando con su renquear hasta el pueblo. Ahí, pasaba la Plaza Mayor y se metía para la calle del Arrabal y llegaba hasta el burdel. Entraba por la puerta lateral, sin saludar a nadie, y seguía hasta el patio del fondo, una amplia explanada de tierra donde jugaban los hijos de las meretrices. Allí, jugaba con los niños por horas, mientras sus madres hacían su trabajo. Ellas, las prostitutas, no le agradecían, aunque tampoco despreciaban lo que hacía. Les convenía que alguien entretuviera a los muchachitos. La loca Domitila era tan feliz jugando con los niños de las putas, que incluso después de muerta siguió haciéndolo.

La loca Domitila murió por culpa de los niños. No por culpa de los hijos de las prostitutas precisamente, sino por los niños del pueblo en general. Ellos siempre iban en bicicleta hasta la finca de los Jiménez y le lanzaban piedras a las ventanas de la casa. Domitila, que nunca entendió nada, apenas y se inmutaba cuando las guarataras entraban a su morada, llevándose por delante vidrio, madera, adobe y demás materiales. También de la muerte de la loca, como de su vida, hay dos versiones que dan vueltas infinitas por el pueblo; ambas pura cháchara de botiquín. Hay quienes aseguran que una de las piedras que entró por la ventana le dio en seco en la cabeza, dejándola muerta en el sitio. Otros dicen que, como Domitila nunca reparó las ventanas rotas, el Sereno hizo de su casa un hogar, hasta que la desterró a ella misma, no sin antes quedarse con su cadáver como compañía. Lo cierto es que nadie vio el cuerpo de la loca. Años después de su muerte, demolieron la casa y a Domitila con ella.

El espanto de la mujer quedó dando vueltas por el pueblo. Aunque nadie la dejaba descansar, repitiendo y repitiendo los chismes sobre su familia, tampoco le hacían caso cuando aparecía cojeando por las calles de tierra, vía el burdel. El espanto entraba al prostíbulo y, a veces, se metía en los cuartos de las mujeres. Ahí, las meretrices, temerosas de que la presencia de la muerta en sus aposentos disminuyera sus ingresos, le echaban una sábana encima para que sus clientes no la vieran. Así, el espanto disfrazado de fantasma salía al patio a corretear a los niños, que iban de un lado al otro desternillándose de risa. Esto último es, quizá, lo único cierto de toda esta historia.

 

[1] Entendiendo que, en el pueblo, cualquier cosa que se alejara de las costumbres generales, era considerada como “cosas de brujas”

César Aramís Contreras Parra (Caracas, 1992). Soy psicólogo y he publicado cuentos en varias revistas literarias en línea como Letralia (Venezuela), Punto en línea (México), Narrativas (España), entre otras. Llevo el blog El Pensadero (http://pensieve-pensadero.blogspot.com) donde publico algunos de mis cuentos.

@CesarAramis

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